miércoles, 30 de noviembre de 2011

CONTRASTES.



Contrastes como los de tu cielo azulrosado, rosazul, empedrado, anunciando lluvia inminente o pasajera. Contrastes de las personas que te contemplan desde lo alto de una de sus colinas. Contraste por supuesto en tus formas, rígidas y fuertes a veces, delicadas y sinuosas otras. Grandes bloques blancos, con decenas de ventanas donde hay vida, y a su lado, un mastodóntico edificio de cristal oscuro, que tan solo alberga en su interior peces gordos y papeles, lugares como estos, que te matan a ti, París, porque ni siquiera te miran.

Contrastes entre las tiendas de regalos, coloridas, alicatadas de imanes y postales y los chicos inmigrantes que te venden colores en forma de torres, mientras regatean tras tuyo, bajando las escaleras hacía el mundo real, hacía ese infierno urbano o más bien urbanicida, donde se aprecia más y mejor el contraste entre el París de ensueño y el de pesadilla, donde se cambian los sueños y las sonrisas por los claxons y el humo polucionado, bruma impermeable de dióxido, que poco a poco te va asfaltando por dentro.

Contrastes, antetrastes, cabetrastes o paratrastes, a veces poco o nada importa la preposición elegida para la exclamación de la vista, de las pupilas que observan lo que París, les ofrece o creen que ofrece. Ciudad metafórica yuxtapuesta en este mundo de comida preparada y amores caducos de chicha y pomelo, que se escurre de tu cabeza, de tus labios, como se escapa el agua de un cesto de mimbre.

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