Allí, donde se juntan los caminos, las calles en forma de estrella, rematada por un arco tan grande como el tráfico que lo rodea, arco creado a base de piedra, sangre, hueso, pólvora y metralla, arco del triunfo que siempre lo es de derrota para otros, o para todos, porque al final el triunfo solo dura un minuto, luego viene el tiempo de las lamentaciones y de las venganzas, el tiempo de lamerse las cicatrices y taparse los mordiscos, por vergüenza o por ira.
Allí, centro neurálgico de embajadas, bancos y carreras ciclistas, donde se elevan tiendas de lujo y diseño y donde tan solo hace un siglo, quizás menos, podías encontrar un campesino, con bueyes y trillo, bocadillo de queso casero y bota de vino, de Bourdeos en vez de Jumilla, pero tinto al fin y al cabo, entre sus campos, esos campos Elíseos, que ahora no recuerdan lo que son, ni de donde vienen, gran pecado de la nueva sociedad.
Estrella y monumento a los que dieron su alma por Francia, pero que en realidad es solo una extremidad más de su pequeño emperador, que necesitaba todo grande, desde el ego a las construcciones por no ser capaz de comprender que lo mejor de una ciudad, lo que se recuerda, lo que se piensa con el paso de los siglos, no se encuentra entre ruinas de sangrientos enfrentamientos, sino en unos ojos grandes y claros, o en un pelo oscuro y rizado, en un suspiro o en en una charla de café amargo y labios carnosos.
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