domingo, 27 de noviembre de 2011

LUTECIA.



Donde acaba la cuesta, allí donde se alza el minarete de la gran mezquita, donde las tiendas de antigüedades se dan la mano con tiendas de alcohol y epíceries de las de toda la vida, con dependiente argelino o tunecino, de mostacho oscuro y guardapolvos gris. Donde una escalera con flores te deslumbra y te hace perder la orientación, y donde por mirar a la parisina de ojos grandes y piernas estilizadas que se cruza en tu camino, te pasas la puerta de entrada.

Allí como si de la nada creciese, como si de repente surgiera porque le toca, o por que alguien quiere que le toque. Allí, donde hace unos cuantos años, en la nueva restauración de la zona urbana aparecieron estas ruinas, ruinas pétreas, de los primeros siglos, nuevas ruinas de la antigua Lutecia, antiguas piedras en medio del nuevo París.

Aparece a tu paso, lo llaman simplemente arenas, pero es todo un circo, un pequeño coliseo, donde lucharon los gladiadores, donde hubo fieras y batallas náuticas, y donde los días de estío se representaban obras de teatro y comedias. No me es difícil imaginar a esos irreductibles galos de Uderzo, asomando su casco alado entre el graderío.


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