jueves, 17 de noviembre de 2011

COLORES.



A veces, aparecen ahí donde antes no había nada. Donde antes era todo grisáceo, de tonos pardos, o color piedra, y de repente zas, todo cambia y nacen como si nadie los esperase, o tal vez por eso. Colores. Chillones, agradables, fuertes, a veces demasiado llamativos para el entorno, otras, conjugan a la perfección con el verbo en forma de estampa parisina que se expande ante nuestra mirada.

De repente la triste plaza de La Concordia, con sus coches y su obelisco, con sus viandantes y sus setos cortados tristemente iguales, simples cubos verdes mate, sin alma, sin fondo, solo con forma. Y de pronto, pasa un carricoche de pedales y te alegra la imagen, hasta parece que los simples setos toman un color más vivo, que las ramas se salen de su recinto marcado, y reluce vida.

Esos colores que no forman parte del paisaje oficial de la ciudad, pero que forman parte del colectivo oficioso, que se mueve, que nos movemos por estas plazas llenas de coches, de gente, pero vacías de almas.

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