miércoles, 16 de noviembre de 2011

PULSO.



Allí donde todo nació un día, allí donde todo vive hoy, allí donde unos llaman Cité, otros centro, otros simplemente Notre Dame. Allí, donde casi se hacen tantas fotos como en toda la ciudad. Allí donde muchos aún buscan a Quasimodo. Allí donde otros aún buscamos a Esmeralda. Allí estaba él.

Mayor, pelo plata, elegancia y porte, mirada perdida, pero profunda, como la de los antiguos artistas de la capital del arte, que un día fue y que ahora añora en demasía, como muestra sus lienzos y oleos de la plaza de los pintores. Rodeados de restaurantes, de olor a crêpe y a vino caliente. A sueños rotos y a vida ajada por una mala jugada.

Hoy, o ayer quien sabe. Pintaba con tinta china, como pintan los que saben y dicen no saber. Bloc blanco y tinta negra. Pintaba preciosamente, como con una locura transparente que lo convertía en ese portador de musas que todos buscamos. Su pulso no era bueno, era un principio de parkinson. Un principio que algún día será el final de su obra. Pero que será el principio de su leyenda.

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