viernes, 25 de noviembre de 2011

CRONOPIO PARISINO.



No lo sabía, juro que no lo sabia, por lo menos creía no saberlo, pero algo en mi interior si lo sabia, o se lo esperaba, se lo olía. Un día, tras pasear por el Monte Parnaso de París, hoy llamado Montparnase. Lo vi, esa puerta, una puerta pequeña, puerta pétrea, puerta de la sorpresa, que daba entrada a un cementerio. Un cementerio que me llamaba, sin saber porque, me llamaba. Entre, en la mano un libro, tapa negra, y en su portada una sola palabra, mágica, única e inolvidable: Rayuela.

Julio Cortázar, si, su obra maestra, que transcurre, que se vive, se sueña y se odia en París, ese París de los años cincuenta. Ese París de los cafés, del ajenjo o del absenta, del coñac, del mate, de las tertulias literarias y artísticas, de los artistas cojitrancos de mala catadura y peor jaéz. Ese París, esa ciudad de lluvia, bruma y Maga, donde todos somos un Oliveira buscando la felicidad en forma de cronopio, en forma de Maga o de novela endecasílaba, vista y entendida de salto en salto, de capítulo en capítulo.

Ese mismo libro llevaba en mi mano derecha y de repente, sin saberlo, pero habiéndolo sabido siempre, de forma inconsciente e inconfesable, allí lo encontré. Frente a mi, bajo mis pies, o realmente, yo a los suyos, es lo que tiene estar ante un genio, aunque este muerto desde hace mucho. Allí, la blanca tumba. Una tumba que ya no era solo suya, sino que era de la humanidad, de la humanidad que busca los cronopios escondidos allá donde pisó Cortázar.

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