martes, 15 de noviembre de 2011

VERSALLES.



Tú, intrépido ser pegado a una guía con fotos, colores y banalidad. Tú turista de profesión y de profesionalidad descuidada a veces, otras rayando el vagabundeo de chancla de plástico y calcetín blanco. Creedor a pies juntillas de lo que unas páginas inertes te cuentan, tú, visitas Versalles.

Tú, que ves un palacio, enorme, crisalefantino, de arañas de cristal y metal fino, cristalográfico, con tapices de guerras que tal vez nunca existieron. Ventanales ingentes, de brillantes mate, que dan directamente a la calle, esa donde la gente no tenía ni pan para comer. Mientras el rey sol y la reina sombra de turno se atiborraban.

Tú, ves ese Versalles, pero hay más, otro Versalles, otro más bello, más atractivo, más de verdad, como todo lo que se esconde tras lo publicitado. Siempre vale la pena apartar lo que todo el mundo ve y nadie siente, para ver lo que todo el mundo siente y nadie ve. Esa es la grandeza de Versalles, y esta pequeña, pero sentida y poco vista construcción también lo es, aunque las pupilas y las cámaras fotográficas no lo quieran, o lo sepan apreciar.

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