domingo, 13 de mayo de 2012

TIEMPO.



Pasa como el rayo, cura las heridas, y pone patas arriba todo lo que toca, todo por lo que pasa, todo por donde se desliza, por donde él transcurre, que es todo, toda la inmensidad, todo lo visto y creado, así es él, nadie, ni nada se le resiste, nadie, ni cosa, ni persona, se escapa a su poder y a su fuerza.

En las ciudades, tal vez, su paso se acentúa, se marca más que en otros lugares más calmos, aquí en París, como gran ciudad, como gran urbe cosmopolita, pasa más rápido, o más lento que en otros sitios, pues a pesar de todo, él, a veces se hace imperceptible, otras doloroso, otras menos intransigente, pero siempre va y viene acompañando de otros sentimientos, de otras aptitudes.

En la ciudad del Sena, como en tantas otras, este tiempo se marca en cada calle, plaza o esquina, esto es así gracias a la ayuda de su inseparable ayudante, relojes, cientos, miles de relojes que se reparten a lo largo, ancho, alto y bajo de la urbe, recordándonos que su paso no para, no libra a nadie, y para eso, se le levantan hasta monumentos en la ciudad de la luz, como el que vemos, en la estación de ferrocarril de San Lázaro.

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