Pasa como el rayo, cura
las heridas, y pone patas arriba todo lo que toca, todo por lo que
pasa, todo por donde se desliza, por donde él transcurre, que es
todo, toda la inmensidad, todo lo visto y creado, así es él,
nadie, ni nada se le resiste, nadie, ni cosa, ni persona, se escapa a
su poder y a su fuerza.
En las ciudades, tal
vez, su paso se acentúa, se marca más que en otros lugares más
calmos, aquí en París, como gran ciudad, como gran urbe
cosmopolita, pasa más rápido, o más lento que en otros sitios,
pues a pesar de todo, él, a veces se hace imperceptible, otras
doloroso, otras menos intransigente, pero siempre va y viene
acompañando de otros sentimientos, de otras aptitudes.
En la ciudad del Sena,
como en tantas otras, este tiempo se marca en cada calle, plaza o
esquina, esto es así gracias a la ayuda de su inseparable ayudante,
relojes, cientos, miles de relojes que se reparten a lo largo, ancho,
alto y bajo de la urbe, recordándonos que su paso no para, no libra
a nadie, y para eso, se le levantan hasta monumentos en la ciudad de
la luz, como el que vemos, en la estación de ferrocarril de San
Lázaro.
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