Como cada año desde
hace ocho, llega esta noche, noche especial para todo el mundo, que
se lanza a visitar museos, como si fuera la única vez al año que
los abren, las colas eternas, lineales o zigzagueantes, así lo
atesoran, así lo demuestran. Para mi, también es una noche
especial, a pesar de ser asiduo visitante de museos, poder hacerlo
con nocturnidad y alevosía es una punto a favor, y no suelo
perdérmelo ningún año, esté donde esté.
Este año, como tantas
cosas, me ha pillado en la ciudad de París, y allí me fuí, con mi
novela bajo el brazo y mucha paciencia a las espaldas para hacer las
largas colas, colas que salían como una tenia infecta, de la boca de
todos los museos de la ciudad de la bohemia y del impresionismo.
Recordaré esta noche
como en la que encontré por fin los ansiados Nenúfares de Monet,
como la noche del rencuentro con un viejo profesor español y un
historiador francés y como la noche en la que París siendo aún el
frío y lejano París que acostumbra a ser, tenía esa cálida
apariencia, con la que normalmente engaña al turista, pero no al
regente. París, volvió a convertirse para mí durante unas horas en
una ciudad donde se vive y no se sobrevive, sensación que me aborda
de vez en cuando, dependiendo de la compañía y de la climatología,
o mezclando ambas. Lastima que la sensación dure tan poco, al fin y
al cabo es normal, París es una metáfora de ciudad.
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