Si no fuera por la
sobriedad del instante, se podría decir perfectamente que es fruto
de la ingésta de absenta o ajenjo, de que se nos ha ido de las manos
el vino dulce de Montmartre, o el pastis marsellés se nos ha subido
a la cabeza.
Es un barrio idóneo
para todo eso, además de para enamorarse de unos ojos que se mueven
tras un can-can, de una cabeza inteligente que se esconde tras un
corte del pelo a lo garçon, de la camarera del café de tus sueños,
mientras una leve música suena a tu alrededor, y los enanitos de
jardín se esconden a tu paso.
Pero, es más fácil,
más triste y más real, son las estatuas, pequeños monumentos
levantados en las pequeñas plazas de Montmartre, en muchos casos no
son gente conocida, por lo menos demasiado, son tan solo vecino,
queridos y desaparecidos, a los que sus anteriores amigos les vienen
en falta y han decidido homenajearlos. En fin, París.
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