Húmedas, con olor a
tierra, creando un cielo empedrado, que augura lluvia unas veces,
aire otras, a veces cuando se oscurecen, cuando se juntan y asemejan
un bloque de metal y están a punto de romper sus vientos sobre la
ciudad, te asustan, no se espera otra cosa que agua, truenos, rayos,
granizo o nieve. Carreras buscando resguardo en fin.
Otros días, blancas,
claras, suaves, como algodón móvil, que se deslizan ligeras sobre
un cielo azul, brillante, tanto que parece un fondo pintado con
lapislázuli, un color bello, para englobar un lugar bello, casi
único de la ciudad de París, el barrio de Montmartre, el Sagrado
Corazón.
Un lugar idóneo para
mirar el cielo parisino, uno de los puntos más altos de la ciudad,
uno de los puntos más concurridos por los turistas, por parisinos y
por los no parisinos, que viven en la ciudad de la luz. Solo hay que
sentarse en su césped, en alguno de sus bancos, o en cualquiera de
los adoquines que sirven de acera, mirar al cielo, ver las nubes,
sentir su inspiración.
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